Te he buscado en tantos
lugares absurdos, debajo de la cama, en el rostro de la calle, en los tanques
de basura, en las camisas raídas de los militares, en las manos sucias de los
mendigos, en los sexos de muchos desconocidos, en el aire mismo, pero ayer perdí
la razón hurgué en la luna hasta borrarla y hoy la noche se quedó sin luz.
He transitado tantos días y
tantas noches por las mismas calles de esta ciudad, he abierto los puentes tan
anchos como la espalda del amante perdido en el fondo del mar. Aquí hay miles
de ruinas, grietas en las paredes, en las manos de las mujeres y en las sombras
de los niños. A veces las ruinas sirven de ritual para los dioses, a veces
sirven para el ritual de la carne, para la constante sumersión de las manos en
los líquidos corporales de la noche negra y redonda.
Me he deslizado hasta el
extremo sur del pasado para poder bordar en el presente los últimos recovecos
de mi piel estrujada. Quisiera poder convertirme en un caracol y vivir para
siempre anudado a tu pie, llevarte conmigo a diario como llevo en el cuello las
olas del mar. Lo siento, pero es que a veces tengo pensamientos egoístas,
quisiera tenerte solo para mí metido en estas sábanas que no reconocen otro
sudor que no sea el tuyo. Ya no quiero compartirte con la distancia, esa que se
burla en nuestras narices y se ríe de lo viejo que nos vamos poniendo.
Ayer caminé con la brisa, la
misma que rocía al atardecer los charcos de estas calles. Debajo de mí el sol
se ponía fértil y se unía al estero, ahí donde muere el río, se enredaba en los
distintos tonos de las pieles que he tenido que marcar noche tras noche, tarde
tras tarde, las pieles hediondas a ropa sucia que se revuelcan con el silencio
de mi beso desgarrado.
De repente mi espalda se
arquea para dar paso a la entrada del barco, se va metiendo hasta anclar en la
orilla, la presencia de la flor muerta no es la misma que la de la mano fuerte,
el olor a calle solitaria no es el mismo que el de la lluvia sobre el campo de
tierra, la mancha de perfume ajeno no es
la misma que deja la saliva gastada en un instante apresurado.
Aquí, en este lugar, puedo
ver como la espuma va entrando e inunda las calles que fueron nuestras en otros
tiempos y que hoy solo pertenecen a la blancura escurridiza de las llamas
azules del mar. Los hombres se van inundando, sus torsos se me dibujan como
islas flotantes que mantienen varada esta pequeña extensión de tierra. Sus
brazos fuertes y acanelados, tostados de tanto caerles la vida, se convierten
en desechos de peces, de conchas marinas y hasta de musgos, como esperando
encontrar en la arena el instante de resurrección con el éxtasis del aliento
húmedo.