A Claudia Elena Román…
más que una amiga, mi hermana.
“He
aquí mi poema
Brutal
Y
multanime
A la
nueva ciudad. (…)
He
aquí mi poema:
Oh
ciudad fuerte
Y
múltiple,
Hecha
de hierro y acero”
Manuel Maples Arce
Recuerdo que lo conocí en una tarde gris,
como sus ojos; una tarde lejana de aquella Managua pequeña con menos de quince
cuadras de este a oeste, y de norte a sur un número similar. Lo conocí en una
tarde gris después de caminar a prisa por el Parque Central; ese día todo era calma.
En el Palacio Nacional ondeaba la bandera azul y blanco por orden del
presidente Zelaya, pero al frente se erigía el cuartel de artillería de los
marines yankees, donde se movía libremente la bandera Norteamericana. En medio
de ambos edificios estaba La Parroquia. En aquellos tiempos no había
automóviles y andar a pie o en coche eran las maneras más rápidas de
transporte. Yo prefería siempre caminar. Después de un largo trecho por fin
había llegado al edificio más alto de la ciudad, el Teatro Variedades: El Gran
Teatro de la Ciudad. Recuerdo que saqué mi pañuelo para limpiar de mis zapatos
el polvo acumulado por las calles recorridas. Aún no había calles asfaltadas y
con tanto polvo sobre el calzado parecía que la ciudad se nos iba impregnando
en los pies.
En aquel teatro, aquella tarde, se había
reunido lo más selecto de los Managuas pues Hernán Robleto estrenaba su obra
“La rosa del paraíso”. Cuando acabó la función aplaudí con todas mis fuerzas,
pues no solo era el estreno de la obra, también era el debut de la primera
Compañía Nacional de Teatro. De pronto, sobre el escenario aparecieron sus ojos
grises que se clavaron sobre mis manos; mi aplauso vibraba en el edificio
mientras él me desafiaba con una sonrisa. Tuvo que pasar algún tiempo para que
pudiera verlo otra vez.
Por aquellos años yo tocaba en la Banda de
los Supremos Poderes y los conciertos de los domingos en el quiosco del Parque
Central cada día ganaban más público. Al atardecer las muchachas llegaban en
coches y los muchachos extendían sus manos enguantadas para servirle de apoyo
al bajar y tener luego un pretexto para conversar. Coqueteaban con gestos
sutiles y los besos parecían llevados en susurro por el viento de un lado a
otro. Era un concierto hermoso compuesto por una selecta lista de valses. Aquel
domingo, aquel concierto, aquella Retreta se volvió inolvidable.
–Mi nombre es Saturnino –extendió hacia mí su
mano lánguida y blanca; había terminado el concierto y yo guardaba mi violín.
Era él y sus ojos grises.
–Enrique, mucho gusto –respondí. En ese
instante, con las manos aún apretadas, se acercó hasta mi oído rompiendo todos
los miedos, todas las miradas y todos los silencios.
–He visto que la otra tarde visitó el teatro
y al final aplaudió eufórico, ¿le gustó la obra?
–No más que sus ojos –dije sin pensarlo. Todo
estaba dicho.
Managua aún era una ciudad sin bulla
nocturna, un pueblo donde había muchos extranjeros y personajes extraños.
Apenas había un cementerio, el San Pedro, que tenía una ligera lengua de plata
que nos avisaba cuando alguien moría. Esa sencillez poblana hacia que la gente
formara tertulias en las afueras de sus casas; había pocos clubes. Una de las
tertulias más famosas era la de la familia Huezo, donde se hablaba de todo.
Algunas veces fuimos juntos, pues era un lugar donde nos sentíamos siempre
bienvenidos. Todos sabían que entre nosotros había algo pero nadie se atrevía a
emitir un solo comentario. A veces la pequeña María nos invitaba al patio
interior de aquella casa de taquezal y de pronto con una mirada cómplice y
traviesa nos dejaba solos. En ese momento rozábamos nuestras manos con gesto
sutil y ágil.
Después de aquella casa, nuestro cómplice más
fiel fue su camerino en el Variedades. Ese teatro era su vida. Yo esperaba a
que terminara cada función, la gente salía, entonces entraba al camerino donde
me esperaban pacientes sus inmensos ojos grises. Mientras nos besábamos me
entregaba un violín, que siempre guardaba debajo de su perchero, y me pedía que
tocara el Vals de la Viuda Alegre; era nuestra pieza favorita de la Retreta.
Con los primeros acordes él empezaba a
transformarse en un cuerpo ingrávido, movía lentamente las manos, sus brazos
blancos y largos se estiraban hasta el infinito con un gesto extemporáneo, las
velas en el camerino proyectaban su sombra sobre la pared, una línea oscura que
se movía en aquel diminuto espacio dibujaba formas en la pared mientras me
decía:
–Soy un hombre del siglo pasado que dormirá
profundamente en un ataúd de cristal cuando llegue el nuevo siglo, dormiré con
la música de tus manos y cuando ya nada escuche y cuando ya nada vea, solo
tendré sobre el escenario el beso que nunca te he dado frente a todos. Esperare
tu beso… el beso que me despierte.
De inmediato paraba de tocar, no soportaba
escuchar aquella frase, lo tomaba por los hombros, lo besaba profundamente y
nos desnudábamos dejando atrás todo lo que nos hacía infelices. La grisura de
sus ojos me observaba profundamente, recorría mi cuerpo oscuro como la madera
del violín; sus ojos eran como los dedos del instrumentista deslizándose sobre
las cuerdas.
Yo besaba cada borde de su cuello como si
fueran los palcos del teatro en forma de herradura; mis manos fuertes apretaban
su espalda blanca, tan blanca como la fachada del edificio. Cuando advertía la
dureza de mi sexo él bajaba sutilmente, y como en un adagio, su nariz y mis
vellos negros agitaban los sonidos en aquel nuestro lugar. Sus piernas eran
como el escenario, tan fuertes y tan dóciles, dúctiles y serenas; mi lengua y
sus piernas se fundían en un jadeante minuto en el que éramos como el teatro y
la luz, como el violín y las huellas dactilares del instrumentista. Al
penetrarlo sus ojos grises se dilataban y gemían; el espejo frente a nosotros
descubría nuestros cuerpos desnudos. En nuestras mentes el Vals de la Viuda
Alegre, en nuestras mentes su cuerpo y mi cuerpo sobre el escenario, mis vellos
negros y sus vellos castaños, como el borde del telón principal; sus manos
largas y mis brazos fuertes sintiendo el abrazo lleno de sudor, el sudor de
hombre recorriendo las letras de una obra teatral solo nuestra.
Pronto la modernidad se esparcía sobre
Managua. Por aquellos años aterrizó en la ciudad el primer avión, el primer
pájaro de metal que dejaba boquiabiertos a todos los poblanos. Las aves que al
atardecer dormían en los árboles de la ciudad, mudaron sus nidos a los cables
del telégrafo. Él decía que tan solo por una noche le gustaría convertirse en
un pájaro, posarse sobre un cable y leer los mensajes de amor, las cartas que
las señoritas ya no reciben. Las aves de la loma de Tiscapa emigraron hacia
otras lagunas, pues el general Moncada mandó construir su Palacio Presidencial
en aquella loma encorvada; además colocaron el primer sistema de luz pública.
La electricidad deleitaba a los diplomáticos.
El vals fue reemplazado por el fox trot y el jazz; aparecieron las radiolas de
baquelita con un acabado elegante y moderno. Las calles lodosas estaban siendo
asfaltadas; ya la ciudad no se nos impregnaba en los pies y los coches tirados
por caballos fueron reemplazados por los Dodge, Ford y Chevrolet. También
aumentaron los cine teatros y La Parroquia fue reemplazada por una estructura
de metal traída y diseñada desde Bélgica por el Atelier Metalurgiques bajo la supervisión de Pablo Dambach.
Saturnino odiaba al ingeniero venido de europa, decía que era innecesario tanto
cambio y que el taquezal era una poderosa herencia que no debía ser reemplazada
por el hierro invasor. Aquella estructura de hierro y acero era el esqueleto de
la futura catedral.
Felipe Lefranc había firmado un contrato con
la Paramount y los poblanos disfrutaban del cine: el arte del nuevo siglo.
También los mecenas empezaban a invertir en el nuevo arte, pues las ganancias
eran cuantiosas. En el parque se mantuvieron los recitales y las zarzuelas. ¡Ah!
El Parque… El quiosco blanco fue suplantado por una glorieta Art Decó que
Robleto mandó construir cuando lo nombraron Ministro del Distrito Nacional. Le pusieron
faroles eléctricos, eran pequeñas cajas de cristal sin luz propia, parecían
luciérnagas venidas de tiempos futuros. Una noche, iluminado por esas luces,
mis manos tocaban el violín y él apareció con su mejor traje; nos miramos y
desde lejos sonrió. Pronto terminó el concierto y acercándose me dijo: –Vámonos
al teatro ahorita mismo –me tomo por el brazo y nos fuimos.
No era la misma rutina de siempre; había algo
extraño aquella noche. Sus ojos grises estaban atormentados. Entramos al
teatro, llegamos hasta el camerino, se desvistió y me pidió que tocara el vals;
las luces tenues de las velas dibujaban su silueta. Empecé mientras él decía:
–Soy un hombre del siglo pasado que no dormirá
en un ataúd de cristal esperando tu beso. Cerrarán para siempre el teatro, pues
las entradas no dan para más y no hay patrocinadores para las obras; el cine
roba todos los ojos de la ciudad y ya no habrá más Variedades.
Paré de tocar, él lloraba; yo sabía más que
nadie lo que significaban aquellas palabras. No pude hacer más que abrazar su
cuerpo desnudo hasta que nos dormimos en aquel lugar. A la mañana siguiente me
desperté temprano y él aún dormía. Ese día se cumplían diez años desde nuestro
primer encuentro. Todo había cambiado… incluso la ciudad. Fui hasta el
escenario, preparé mi atril, pues quería darle una sorpresa: un recital solo
para él. Había algo extraño en aquel escenario, los palcos no estaban iguales
aquel día, había una profunda soledad invadiendo cada rincón. De pronto su voz
desgarradora vino desde el camerino: –¡Enrique! –gritó, y de inmediato corrí,
pues nunca lo había escuchado alzar tanto la voz; siempre tuvo mucha calma en
su boca.
Cuando entré estaba aún en el suelo, sentado
sobre nuestra cama improvisada; sus ojos tenían la fuerza incontenible del
pánico; sus ojos grises agitados como el mar. No sabía con exactitud lo que
pasaba, traté de calmarlo y lo tome entre mis brazos. En ese momento gritó: –¡Mi
mano! ¡Enrique, mi mano! Subió ambos brazos y casi cuando estaban frente a mis
ojos me di cuenta que sus manos no estaban; habían desaparecido. No entendía lo
que pasaba, pero sabía que no era bueno.
Lo dejé sobre la cama, corrí hasta la puerta
pero estaba cerrada; de pronto escuché que desde afuera venía un ruido de
máquinas y de hombres; el edificio se estremecía. Volví al camerino y antes de
que yo dijera una sola palabra él habló con voz seca: –¡Ya vinieron, lo sé! ¡Llévame
al escenario!.- No pregunté nada y solo hice lo que me pidió; nunca me gustó
contradecirlo. Lo puse en medio del escenario como me ordenó.
–Toca para mí, quiero escuchar tu violín. Hoy
cumplimos diez años –No entendía lo que pasaba, de pronto estaba tan sereno,
tan decidido, tan tranquilo; yo estaba asustado, no podía verle los brazos; él
estaba sin manos y afuera había ruido de máquinas. Tomé el violín y me senté;
toqué el recital que había preparado con tanto esmero para celebrar que aún
estábamos juntos.
Había seleccionado los mejores valses de mi
repertorio. Empecé con “Cuentos de los Bosques de Viena”. Se levantó de la cama
y empezó a bailar por todo el escenario. Éramos él y yo; solos él y yo. En uno
de sus giros descubrió su hermosa piel blanca; estaba ante mí desnudo, mientras
afuera seguían los ruidos del hombre y la máquina; parecía que la modernidad
nos circundaba. De pronto sus brazos desaparecieron. Mi respiración se hizo más
profunda; empecé a tocar “La Princesa del Tan Tabarín” y sus piernas
desaparecieron, ahora su larga figura blanca parecía un pañuelo saludando al
viento.
Sus giros se hacían más ligeros, ingrávidos,
y de pronto no se escuchaba más que mi violín y su respiración. Seguí con “El
Vals de la Viuda Alegre” y su torso ya era inexistente; ahora únicamente estaba
su cara en el escenario y con los ojos grises fijos sobre los míos decía:
–Soy un hombre del siglo pasado que dormirá
profundamente en un ataúd de cristal cuando llegue el nuevo siglo; dormiré con
la música de tus manos y cuando ya nada escuche y cuando ya nada vea, solo tendré
sobre el escenario el beso que nunca te he dado frente a todos. Esperare tu
beso… el beso que me despierte.
Terminó de decir la última palabra y un
estruendo estremeció las paredes del teatro, era la máquina y los hombres; era
el ruido de la nueva ciudad. Me turbé por un instante y al regresar mis ojos al
escenario solo estaban sus ojos grises y profundos, como la primera vez que lo
ví. Los tomé entre mis manos, mientras otra sacudida hacia tronar cada parte de
los balcones; el polvo invadió el escenario y vi por última vez aquellos ojos
grises, mientras la modernidad hacía que el techo del Gran Teatro de la Ciudad
cayera sobre nosotros abrazándonos por última vez.
Nota: Este texto fue publicado en la revista El Hilo Azul, Revista literaria del Centro Nicaragüense de Escritores. Año V. N 10. VERANO 2014