Él a veces lo
recordaba, recordaba su amor, sus besos, su olor a hombre al despertar, olor
que quedaba en sus sábanas durante semanas y semanas. Él a veces, o casi
siempre, sentía la necesidad de su abrazo, de un te quiero susurrado por sus
labios, de sus ojos fijos después del orgasmo, de sus manos después del
orgasmo.
A veces recordaba la
primera vez que le dijo te amo y sus corazones jóvenes palpitando, recordaba la
ciudad que le prometió mostrar, una ciudad art deco y lejana, una ciudad que
solo existía en postales, en fotos antiguas, en la memoria de los que nunca conocerían
juntos.
Aquella mañana,
aquella ligera y quizás distante mañana de invierno, recordó sus besos…
simplemente su boca y sus manos estrechándose en la calle de manera discreta.
Él estaba solo y empujado por alguna extraña necesidad de olvido decidió ir al
punto más alto de la ciudad, lugar desde donde se observa todo lo que respira
en aquella pequeña geografía.
Él lo miró todo y
ahí estaba su amor, repartido en tantas historias que alguna vez le contó,
repartido en los edificios antiguos, en las calles modernas, en los lugares mas
disimiles y raros, en los espacios que ni siquiera existían.
De pronto llovía y
sintió la necesidad imperiosa del llanto, del lenguaje fugitivo del dolor. Sus
lágrimas se confundían con las gotas de agua, con el ácido citadino, se
confundían con sus manos, con su cabeza, con sus zapatos, todo era agua, de
pronto todo era llanto. Y así la lluvia se fue deslizando hasta las aceras,
hasta las llantas de los buses, hasta el asfalto por el que caminaría todos los
días, su llanto y la lluvia enterraban en la ciudad aquel amor que ya no
estaba, aquel amor distante que era ya como el amor de los muertos.
Él se fue deslizando
con las lágrimas y con la lluvia, bajaba poco a poco, se fue deslizando como
queriendo vivir, como queriendo amar, como queriendo pensar en que todo
florecería en cada paso suyo, bajó hasta la ciudad que tanto amaba y dejó de
llover.
Estaba ahí, de pie,
parecía que no había nadie, era como una ciudad deshabitada y el sol empezaba a
cubrirlo todo. Las cosas, las casas, las calles, la poca gente, todo estaba
limpio y tenía otro color, todo estaba limpio pero él tenía lágrimas de cristal
heridas en la mejilla empapado de tristezas, se sentía extemporáneo o quizás se
sentía de otra época, de la misma ciudad pero de otra época. Esa mañana,
después de la lluvia, después de enterrar el pasado, después de enterrar su
amor, decidió que era tiempo de volver a vivir y caminó empapado de lluvias y
de lágrimas iluminado por el sol.
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