Acariciaré el aire y
sonreiré en la sombra por si en la sombra me miras y en el aire me besas.
Dulce María Loynaz
Entramos
a la disca por la puerta grande, por la más ancha para que todos nos vean. El
ego de la loca es altisonante y bullicioso, es un plumerío barroco como las
extrañas estatuas de las iglesias coloniales: demonios nativos devenidos
ángeles de Castilla, apiñados en las paredes y en la escritura indigenista como
muestras exóticas del arte americano. Así entramos a la disca, altivas como la
grandeza que le colgaba a Moctezuma en medio de las piernas. Entramos etéreas
con nuestro rebuscado bambolear de caderas como la mítica entrada de Cleopatra
en la rancia película de la Taylor.
Una
vez dentro nos volvemos leydis vampiresas que coquetean con los chicos que
compran pengüins en SIMAN. ¡Yes Man!,
¡Yes Sir! Musitamos al oído de nuestra pareja de baile, subidas en tacones de
segunda, en nuestras brillantes lentejuelas de pacas. Los gays pengüins nos
invitan una, dos o tres bichas y al final de la noche otro gay pengüins ocupa
un espacio en su carro, en su boca, en el motel, en el porro cool que se fuman
juntos, en la droga diacachimba que dilata sus anos rosas.
En
ese momento la madrugada cae fría. En los espejos de la disca otros cuerpos
afeminados se dejan llevar por el delirio alcohólico de las Toñas y las
Victorias. ¿Sos pasiva?, ¡Bay!, ¡Chau!, ¡entre locas no! La homonormatividad
nos prohíbe desear el cuerpo feminizado que delira ante nosotras. La
homonormatividad prohíbe a dos pasivas hacer la tijera.
Por
eso una se va enamorando del desconocido amor. Del amor fugaz y sempiterno,
como el amor intangible de Dios, como el frustrante amor de los muertos que
está en la sombre el aire, que está en
todas partes y en ninguna, ese amor que se llora en la tumba y se lleva muy
dentro. Amor, amarsh, Amorsh, éxtasis lírico que se sujeta a la violenta
desesperación del chupeteo callejero. Del glande incógnito movido por el macho
callejero que se desliza a la noche porno.
En
la oscuridad porno-gráfica perdemos los seres, como un camuflarse en el asfalto
para que no importe nuestro olor a cochón. Los fluidos emanan en un torrente de
no me olvides, de “ay lovius”, de carga viral, de “soy tu putita”, de “por ahí
si sss aaahhh”. Así nos vamos enamorando y atrapando la invisible cara sidótica
del amor fugaz.
Y
por Facebook asistimos a la boda del hermano gay de nuestra amiga. Se casaron
en Washington, bendecidos por la democracia gringa y las libertades que han
costado a trans, negrxs, locas, lesbianas y mujeres. Se veían hermosos en las
fotos del face. Se besaron, tiraron el ramo y cayó en el fondo vacío del
estanque pues nadie de la familia los acompañó. ¡Que vivan los novios!- gritaba
el aire vacío. ¡Que vivan los chocorrones!- gritaba una detrás del cybermundo.
Esos machitos de barrio que nos rempujan las soledades cuando se acerca la
quincena, que nos llevan la ropa de sus mujeres para que en la cama seamos como
ellas. Ese machito obrero, proletario, del que tanto habla el socialismo y el
capitalismo usa para enriquecer sus finanzas. Ese machito que huele a sol y
bronce, que después de calmar nuestras soledades nos pide un salve, un
aliviane, algo para comer, para el taxi, para la ropita de moda, para la mujer,
para la leche de la niña. Y nosotras misericordiosas y cristianas entregamos al
prójimo el sacrificio de horas laborales gracias a nuestro gustoso placer
esfinteral.
Y
ahora lo Queer nos hace poliamorosas. Nos seduce en la teoría de la apertura y
normaliza nuestros múltiples deslices, afanes, ganas. Lo Queer viene a
salvarnos ante la mirada rancia de la heteronorma. Lo Queer poliamoroso, lo
Queer culposo como un excusa, casi un permiso que carta blanca a lo que siempre
hicimos. Lo Queer como un LSD que nos da puertas abiertas al “estatus culo” de
los placeres de siempre.
Así
recorremos un imposible itinerario vivencial, con las múltiples caras del amor
nuestro de cada día. Como buscando en el aire y respirando en la sombra el beso
urbano que se fuga de nuestros cuerpos.
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