Y de pronto la ciudad luce vacía.
Las noches urbanas se van decolorando en cierto aullido solitario, la ciudad se
va desmoronando y se va quedando solita como desprendiéndose de ella misma. Las
protestas, las huelgas, las marchas, el derribar de las lucecitas de neón que
aplastan cuerpos, que besan la sangre y las fugas y las balas, los gritos y los
pitos.
En esa soledad de invierno, en
esa locura solitaria que envuelve en una revuelta de fríos a la ciudad, ahí el
grito de las locas, del cuerpo de las locas en medio de otras voces. Ahí en la
manada, travistiendo sus deseos, deseando sus travestismos, acuerpándose, disolviéndose,
gritando, siempre gritando con esa altivez con la que solo las locas gritamos.
Esos gritos que hemos aprendido en la noche, en el salvarnos el pellejo en los
lugares de cruising, en el salvarnos el pellejo contra el estado nación, contra
las violencias de todos los días, contra la iglesia, contra los poderes, con
las locas que acomodan el culo en el financiamiento internacional. Esos gritos
que hemos aprendido en nuestras revoluciones cotidianas hoy también se toman
las aceras de uno u otro lado.
Es que fíjese compa que sin las
locas tampoco se puede hacer la revolución. Nosotras hemos puesto la cuerpa en
la lucha. En las luchas del cotidiano y en las grandes luchas que han marcado
la historia del país. La montaña sin duda era algo más que una inmensa estepa
verde, era ese beso en los cortes de café, era cocinar para los BLI, era pasar
correos, pasar bombas camufladas, era meterse en la casa del obrero y matar al
dictador aunque eso nos valiera la vida, era salir a las calles y hacer protestas
universitarias, era hablar con la gente y tratar de convencerla. La montaña era
también ese acuerpamiento en los años más duros del SIDA, era exigirle al
cardenal que le bajara el tono a sus homilías, que esto del VIH no era solo de
las locas, era enfrentar el código procesal penal y disimular la cochonada para
no terminar presa, disimular las plumas en plena democracia.