La memoria maricola es tan frágil en el
cristal de su copa vacía, su vaga historia salpica la ciudad y se evapora en la
lujuria cancionera de su pentagrama transeúnte.
Pedro Lemebel
Como un punto y aparte nosotras,
las locas revoloteadas en aires citadinos, hemos construido una historia
paralela en esta geografía urbana. Muchas veces camufladas en la noche
diseñamos nuestros propios espacios al margen de la historiografía ortodoxa de la
capital: Managua. Y hemos sido espacio de convergencia silenciosa, pues
nuestras propias fronteras han estado siempre abiertas a los ciudadanos que
insatisfechos de su discurso heteronormado han decidido, por cinco minutos,
entrar en nuestras soledades.
Así hemos construido nuestros
espacios en fuga, nuestra propia ciudad inventada en medio de escombros,
madrugadas, tacones baratos, hombres de una noche, hemos construido nuestros
espacios en fuga a través de las divas que nunca seremos, de los besos que
nunca tendremos, del pódium político al que nosotras nos hemos negado. Nos
hemos fugado para construirnos a nosotras mismas.
Y disculpe querido lector o
lectora si le ofende que me cambie el género y diga ELLA en vez de EL, pero
acaso usted en algún momento no nos ha cambiado el Carlos por Carla, el Juan
por Juana y el José por Chepita, haciendo una inflexión en la voz que remeda un
gemido borroso. Solo hago la aclaración para que no me tilden de loca
irreverente que transgrede los derechos de otras en una suerte de quebrantar
los márgenes de la discriminación y las buenas normas ciudadanas.
No podría a ciencia cierta decir
desde cuando empezamos a ser vistas en la flora citadina de la ciudad, pero en
la Managua de antes del terremoto del 72 quedamos para siempre ubicadas dentro
de la memoria de la “urbe” que nunca volverá a ser. Aparecimos en las cantinas
más famosas del antiguo centro: “El lago de los cisnes” que fue renombrado como
“El Charco de los Patos” por nuestra concurrida audiencia, nos fuimos a “La
Baranda”, “El Pingüino”, “El Pez que Fuma” y en la avenida Roosevelt
merodeábamos de sur a norte esperando a que algún transeúnte solicitara
nuestros servicios sexuales. También fuimos buhoneras, gente de negocios, de la
calle, vendedoras itinerantes que alimentaban la economía del cotidiano.
Tuvimos, en aquella Managua, mil
y un nombres: La Sebastiana, conocida por vender frescos en el oriental y en la
calle 15 de septiembre, conocida por sus incomparables ojos azules. La Anita
del Mar que llegó a convertirse en la enfermera oficial de los barrios aledaños
al Parque Bartolomé de Las Casas, con su caja de inyecciones y un pavonearse
ágil. La Chanell o Chanela vendedora de perfumería y cortes de tela. La
Guillermina que ocupaba una posición privilegiada al ser la administradora de
“El Charco de los Patos” o Roberto
Rapaccioli dueño de la “Tortuga Morada”, bailamos en el “El Mandrake” bajo el
nombre de La Reyna del Twist o como La Peruana. Hasta la dictadura somocista
tenía una representación en nuestra geografía nocturna: Bernabé Somoza Urcuyo,
hijo de Luis Anastasio Somoza Debayle e Isabel Urcuyo. Bernabé fungía como
motor económico de muchos de nuestros negocios.
Nos fuimos construyendo nuevas
identidades, travistiendo los nombres originales puestos en el seno de la
familia, nos fuimos reorganizando y reagrupando bajo la cartografía de la
feminización múltiple producida por ser la cara visible de la homosexualidad:
El Cochón. Vino entonces el terremoto y hubo una fractura en la materialización
de nuestros espacios. Digo fractura porque al final ocupamos los mismos
lugares, pero ahora hechos escombros.
Nos sumamos a la efervescencia
revolucionaria con nuestras espaldas empinadas hacia el futuro, aplaudiendo en
las esquinas los discursos del hombre nuevo, alimentando con nuestras pestañas
falsas los ideales de una opción diferente, de una opción nuestra. Algunas de
nosotras pudimos insertarnos en diferentes ramas artísticas, ya no nos
sentíamos las mismas marginales, ahora éramos dueñas de nuestro propio escenario.
Desafiábamos la gravedad de los aplausos en cada giro, en cada actuación, en
cada lienzo pintado, en cada libro publicado, fuimos copando los espacios para
el arte, pues más que nadie nosotras sabemos construir ficciones para respirar
el aire puro del mañana, ocupamos espacios artísticos e incluso subimos al
escenario gubernamental. Entonces vino la marca del SIDA y volvimos a ocupar
los lugares al margen quedando en la memoria como grandes artistas, ahora de
rostro borrado en las esquinas de los hospitales.
Y cuando vino “la paz”, cuando
llegó la revolución democrática como máquina arrolladora de memorias, nos
recluimos en los escombros de la ciudad y en los nuevos barrios que traía el
plan de urbanismo de nuestra Managua. Pero nosotras locas y cosmopolitas
trasnochadas decidimos quedarnos, en buena parte, alrededor del antiguo centro.
Ocupamos el escenario del antiguo cine Alcázar, que nos lo demolieron en el 94,
y ahí nos pensábamos reinas como la Sara Montiel.
Casi en medio de aquel antiguo
centro construyeron un faro que vendría a alumbrar nuestras noches desvalidas:
El Faro de La Paz, que se convirtió en nuestra luz en medio de la oscuridad,
pues nosotras y nuestros clientes nos mezclábamos en plena madrugada con el
recuerdo de las armas enterradas. Aquel lugar nos sirvió de refugio, aunque
aparentemente era solo un adorno en medio de todos los escombros circundantes.
Un adorno que venía a materializar un ideal inalcanzable: la reconciliación.
Luego vino la nueva era, vino la
tecnificación y concurrimos a las inauguraciones de nuevos centros comerciales,
de nuevos espacios que nos servirían de refugio. Ya no éramos las mismas, ahora
devenimos en locas jóvenes sedientas de cyber citas y encuentros casuales.
Sedientas de encontrar en ese abrazo fugaz el hombre con quien compartir
nuestros sueños. Y en el centro comercial ocupamos el baño como lugar de
asedio, como espacio al margen donde no entran las señoras que compran todo,
como espacio al margen donde la fuga se hace posible, donde el vigilante se
hace el de la vista gorda y entra al juego por una mamada, el espacio en fuga
donde la loquita de la secundaria se da cita con el tipo de la oficina, tipo de
bigote y casado que le brinda un espacio breve a la delgada figura de su
mancebo.
Y mientras en el Food Court los
niños lamen sus helados, nosotras nos agachamos ágiles por la pared del baño,
por la pared breve que nos separa del otro cuerpo, del otro inodoro donde nos
espera sediento el brillante glande de cualquier desconocido.
También en nuestra memoria
citadina hemos recurrido al cine, al arte del siglo XX, para hacer nuestra
realidad un espacio más confortable. En nuestras memorias urbanas quedan para
siempre inscritos el cine González, el Margot o el Salazar, nosotras habitamos
y habilitamos espacios porno como lugares paralelos donde no hay fachadas,
donde no hay frases hechas, ni posturas impostadas, todo es oscuridad y en la
pantalla del Cine Trébol en Bello
Horizonte, del Cine July en la
Centroamérica o del Cine Palace de
Cristo de Rey se proyectan películas en las que no importa la dirección de
arte, ni la actuación de los protagonistas, de hecho ni siquiera importa la
película, lo más importante para nosotras es que aquí todas somos iguales y no
es inconveniente si a la salida nadie se conoce, es como que si nunca nos
hubiéramos visto, todas sabemos las reglas del juego.
Entramos en ese espacio lúdico en
el que estamos conscientes del placer como válvula de escape, porque aunque
usted no lo crea querido lector o lectora a nosotras también se nos ha enseñado
que cualquier hueco es trinchera y en medio del hedor a mierda, del
incontenible olor a pinesol, del humo a cigarrillo barato y el satisfactorio
olor a macho sudado nos convertimos en bestias sexuales, en máquinas sedientas
del líquido blanco, del líquido puro que nos apacigua la noche.
Al rodar la película nuestras
soledades se atenúan, no somos rechazadas como en el Grindr o en elchat.com por
ser locas o porque se nos nota el cochonear, ahí dentro no importa. Y vamos a
la captura de cualquier glande sacudido mientras la película muestra las
brillantes tetas de Brittany o Sara o Lucy, vamos a la captura de la sífilis,
del VIH, del herpes y es como si no nos importara, en medio de aquel lugar
insalubre los gemidos producidos por el chupeteo de los labios sobre la cabeza
del pene henchido de sangre son más importantes que cualquier cosa. Con ese
chupeteo glande nos vamos llenando los huecos que nos ha dejado la vida, nos
vamos llenando los atardeceres sin unos labios que besar, nos vamos
construyendo un espacio desde nuestras mismas decisiones.
Y así transcurren nuestras vidas
al margen, nuestras maneras de reinventarnos la ciudad desde otras aristas.
Ahora con la nueva oleada de la lucha por los derechos del hombre y la mujer
somos utilizadas como pantalla, como bandera en los incipientes desfiles del
orgullo gay realizados en cualquier avenida de la ciudad, quizás ese día sea el
único que nos queda para salir y gritar que “somos libres” que “tenemos derecho
a la diferencia” y después nos vayamos a nuestras fronteras, mientras los
organizadores del evento ocupan cargos travestis en las ONG y lucen sus camisas
hollister con la gaviota tatuada en el pecho en signo de libertad o lucen sus
camisas con el emblemático Polo gringo vendiendo sus culos al mejor postor, a
la ideología que mejor le convenga, al donante que mejor desembolse.
Quizás sigamos de pie en la noche
en el final de la Avenida Bolívar, ahí con nuestros tacones serenados a los
pies del Hospital Militar , ahí luchándonos la vida en lo que fue la Avenida
del Porvenir, la calle que sería sinónimo del progreso para nuestra
ciudad. Quizás nosotras mismas nos
condenemos a seguir ocupando estos espacios como si el micrófono político nos
fuera vetado de por vida, quizás nosotras mismas nos condenemos siempre a este
margen. Tal vez nosotras las locas con tacones y lentejuela, seguiremos
construyendo nuestra Managua gay, nuestros espacios en fuga.
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