Mi
amigo me invito a tomar café y compartir con unos amigos suyos, había terminado
un evento de literatura y como no tenía nada mejor que hacer decidí
acompañarlos. La mesa cuadrada, como las mesas chic de los cafés chic de una
ciudad que se esfuerza por ser chic: Managua. Él frente a mí, como si el azar
me jugara una buena partida, como si el azar existiera realmente. Sus ojos
redondos y cafés me ponían nervioso y me sacaban una sonrisita tonta, no podía
verlo de frente entonces decidí no ser evidente y mejor invertir mis esfuerzos
en discutir con otro en la mesa. Mientras discutía él no me quitaba los ojos de
encima, yo me sentía nervioso.
Pidió
té y pay de limón, y mientras yo peleaba por la transición democrática de los
años 90 y por las borraduras y los silencios que aquel proceso había provocado
en el país pedí un café. Y vos que haces- me preguntó de pronto, yo sonreí pues
ya sabía que él había roto el hielo: hago teatro, teatro de títeres- respondí
serenamente para esconder mi desvanecimiento romántico, era la primera y la
última vez que lo vería.
Vos
que haces?- pregunté y después tomé un poco de café.
Soy
escultor- respondió y yo rápidamente noté sus manos que sostenían la taza de té
y la llevaban a su boca. En ese momento todo me pareció perfecto, los ojos, los
lentes de borde negro y las hermosas manos fuertes que sostenían delicadamente
la taza, el climax vino cuando sonrió. No quise ser evidente, tan evidente, así
que volví de inmediato a mi discusión. La tarde terminaba rápidamente y las
tazas se quedaban vacías. Nos despedimos.
Tenía
la sensación de que todo comenzaría y terminaría aquella tarde, pero a las semanas
recibí su solicitud de amistad en el facebook. Intercambiamos un par de
mensajes, nos fuimos acercando tímidamente hasta que le confesé lo que había
sucedido en mí aquella tarde que nos conocimos, como dos extraños en la noche.
Me
invitó a Granada, a que fuera a visitarlo y tomar algo y caminar por la ciudad.
Aunque adoro las ciudades a veces me aterra salir de Managua, esta ciudad que
domino se me hace tan romántica, tan nostálgica, tan sutil. Al final accedí. A
los días tomé el interlocal y partí a la ciudad que vio nacer a mi familia
materna.
Después
de pasar el paisaje verde llegué a la ciudad, todo me parecía extraño: las
gentes, los colores, las formas, las calles, los nombres, los olores, todo me
parecía tan distante. En ese momento me sentí estremecido por el tiempo y la
ciudad.
No
sé dónde puta estoy, creo que me bajé después o antes, no sé vení salvame- le
dije por teléfono, hace breves segundos me había peleado con un mendigo que me
pidió un dólar.
Ya
estoy cerca- me dijo y yo me impacienté. Llegó con su camisa exquisitamente
blanca, sombrero blanco, jeans, tenis y gafas oscuras. Me puse nervioso al
verlo y no pude más que darle un abrazo. Aquella tarde fue hermosa, y más
hermoso fue el momento en que pudimos tocarnos: él rozo mi hombro y yo toque su
pierna.
Perdón,
pero hace rato quería hacer esto- le dije mientras hurgaba en la rotura de su
jeans. Se puso rojo, le hice un guiño con el ojo como cuando de noche coquetean
los extraños. La tarde terminó rápido y todo en Granada se ponía rojo, en el
parque central las aves buscaban sus nidos y aquella danza de pájaros me
enloquecía, el ruido, las campanas de la catedral, la gente en los kioscos, sus
ojos redondos y cafés, sus manos estilizadas de hombre fuerte. Me sentía como
un extraño en la noche, en la noche loca de los besos ágiles. Nos despedimos.
La
ciudad era él, él era la ciudad. Su pasión por la belleza helénica me
trasladaba a las columnatas que adornan algunas casas granadinas, esa sensación
cosmopolita, de hombre que conoce el mundo, de gustos refinados, de
intelectualidad elitista me enamoraba. Poco a poco lo fui sintiendo cercano,
igual que se me fue acercando la ciudad. Tenía en sus memorias una escasa
vivencia de la guerra revolucionaria, como los escasos monumentos, placas y
nombres que le sobreviven a Granada. Tenía ese brillo en los ojos como el
atardecer reposado sobre las tejas de la ciudad.
Después
de esa tarde nos vimos un par de veces más, dormimos juntos algunas noches pero
de esto no voy a hablar, me lo reservo como guardo los instantes fugaces en los
que he sido muy feliz. Una tarde me dijo: vení te voy a llevar a un lugar
especial- comenzamos a caminar una calle empinada, llegamos a un sitio muy
alto, a la derecha el Mombacho se veía apacible, al frente se desplegaba un
escenario colonial y a lo lejos el imponente lago señalaba el camino de las
nubes de agua. La tarde se ponía sobre nuestras miradas, sobre mis ojos
enamorados, le dí un abrazo y escribí esto: Atardecer granadino de rojos
deslizados en el cielo. En lo alto nuestras manos de hombres juntadas por un
instante. Su pecho arisco y mis brazos largos. Un instante para despedir el
día, para besarnos y anunciar que llega la noche. Sus ojos tiernos y mi sonrisa
llena de sus atardeceres venecianos.
Lo
conocí el año pasado y quizás esto pudo ser una historia de amor. Ahora escribo
esta nota, no sé por qué la escribo, quizás porque a veces cuando escucho Strangers in the night de Frank Sinatra lo recuerdo enormemente.
Quizás yo sea una loca romántica que se resiste a creer que los amores deben
ser fugaces, quizás yo sea una loca romántica que al escuchar la canción cierra
los ojos y se imagina una escena nocturna y lluviosa mientras los dos extraños se besan en la noche.
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